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jueves, 10 de septiembre de 2009

El tabú de los medios: Superación o perpetuidad

Por Martín Becerra
(Universidad Nacional de Quilmes - CONICET).

El diario más leído de España, El País, cabecera del poderoso grupo Prisa, acusa a José Luis Rodríguez Zapatero de ejercer un "intervencionismo descarado e inmoral" por un decreto ley de televisión digital que afecta sus múltiples intereses en el sector audiovisual. En la Argentina, Clarín, matutino líder, cuyo grupo editor es el principal conglomerado de medios, con fuerte presencia en televisión abierta y por cable, radios, Internet y cinematografía (y, desde 1977, socio del Estado en la provisión de papel prensa), fusiona información con opinión y editorializa en tapa que el proyecto de ley de servicios de comunicación audiovisual presentado por el Gobierno es una "ley K para controlar a los medios".

¿Qué hay de novedoso en este siglo XXI, que anime a los grandes grupos mediáticos a extremar la confusión entre su propia ambición corporativa y el interés general?

Lo "novedoso" se resume en dos procesos: por un lado, la importancia económica de estos grupos, que se produce a una escala inédita para los tradicionales y en buena medida artesanales medios de comunicación vigentes hasta hace veinte años; por el otro lado, la convergencia tecnológica, que acelera la imbricación de esos medios tradicionales con las telecomunicaciones e Internet y que convoca a la expansión de los capitales y a un nivel de competencia desconocido.

Abordar el tema de los negocios de los medios constituyó un tabú en muchos países.

En la Argentina, el envío del proyecto de ley de medios audiovisuales al Congreso abre la posibilidad de cambiar la normativa emanada de la Dictadura en 1980 y empeorada por casi todas las gestiones constitucionales posteriores.

El proyecto del Poder Ejecutivo asume que la comunicación es un derecho tan fundamental que no puede ser sólo patrimonio de grandes empresarios o políticos: por ello permite la participación de organizaciones sociales y comunitarias. Los límites a la concentración, la participación como emisores de entidades no comerciales, la creación de un registro público de licencias, la progresiva transformación de los medios de gestión estatal en medios públicos o la protección de audiencias vulnerables (como la infancia) son aciertos de un proyecto que recoge el reclamo de un gran número de organizaciones de la sociedad civil y de algunos partidos políticos. Este reclamo no es nuevo: tiene más de 20 años.

Otros aspectos del proyecto serán probablemente modificados. Bloques de centroizquierda ya anticiparon algunos ejes que intentarán cambiar: la composición de la autoridad de aplicación que reemplazará al COMFER, para garantizar que no tenga mayoría del Gobierno de turno; los mecanismos de adecuación del tope de licencias al patrón tecnológico digital o las restricciones para que las telefónicas pueden participar del mercado de medios. Podrían agregarse otros: la dotación de fondos para la producción federal de contenidos o la revisión de las sugestivas autorizaciones a la Iglesia Católica (otros credos no son mencionados por el proyecto).

Hasta ahora, la discusión suscitada condensa no sólo los posicionamientos de los principales actores interesados —como los principales grupos mediáticos—, sino también una tipología binaria de intervención pública que oscila entre la agitación de la hipérbole chavista (que revela una doble ignorancia: tanto sobre Venezuela como sobre la Argentina; y que además exhibe un rústico calibre analítico) y la prisa de un Gobierno que entre 2003 y 2007 robusteció los negocios de los principales grupos con medidas que son las antípodas del proyecto que hoy sostiene.

Probablemente en un tema tan poco debatido en los propios medios como el de su regulación, cabía esperar una primera fase dicotómica de la discusión.

Por ello, la posibilidad misma de apertura al debate en el Congreso afronta varios desafíos: por una parte, torcer un destino de posicionamientos a libro cerrado, alentado (que no es lo mismo que fabricado) por la sesgada edición de los medios líderes y, por otra parte, comenzar a desanudar un tabú que ya cumplió 25 años.

Al igual que  previas iniciativas de diputados y senadores opositores, el proyecto del PEN parte de un certero diagnóstico: la altísima concentración de la propiedad del sistema de medios audiovisuales, la consecuente discriminación a grupos e individuos despojados del derecho a acceder a la titularidad de licencias de radio y televisión, la centralización geográfica de más del 70% de los contenidos audiovisuales en la ciudad capital, el caos regulatorio, la autoridad de aplicación (COMFER) intervenida desde 1983 por el PEN y la ausencia de directrices básicas sobre la convergencia entre telefonía, medios e Internet.

El tabú comienza a demolerse cuando es enunciado. Fugarse hacia adelante arguyendo excusas que procuran sostener con respiración artificial los intereses concentrados del sistema de medios equivale a perpetuar el máximo control del PEN a través de un COMFER intervenido por el Gobierno de turno, y a evitar que se erosione el dominio de algunos grupos privados que maquillan como "interés general" sus privilegios.



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JOAQUIN CASTAÑO
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